domingo, 29 de mayo de 2011

Bofetadas artísticas


Queridas Madames, 

Decepcionado por una sociedad mundana y vacía, fascinado sólo por la imagen de mujeres aparentemente inalcanzables, pero adulado por una inteligencia que se observa directamente en su hablar, Marcel describe la sociedad y la política a través del arte. El mundo de Guermantes contiene un apabullante episodio en que Robert de Saint-Loup interpreta la guerra y sus batallas a la luz de consideraciones artísticas, donde un general que mueve bien sus regimientos no difiere demasiado de un pintor maestro de paletas y pinceles. En la política no sucede algo muy diferente, con sus reglas que necesitan del lenguaje y las suyas. Este tercer volumen es hasta ahora el de mayor contenido político de todos (algo que confieso que no esperaba, dado que la política supone fijar una acción en el tiempo y en mi prejuicio imaginario siempre tuve la recherche como ejemplo de lo intemporal).

Por ello no es extraño que al llegar a lo social, familiar, y mundano, la capacidad de interpretación artística de Marcel se desate. Las referencias artísticas pueden interpretarlo todo, y dan la sensación adecuada de hechos imaginados que convienen a la memoria y su primo el olvido. Swann ya tenía episodios así, y el Marcel personaje, que con frecuencia parece repetir sus cuitas, gusta de decir cosas muy bellas, y mangíficamente traídas y diseñadas. Les pongo tres ejemplos fabulosos:

La comparación de la aristocracia de la duquesa de Guermantes con las grandes obras maestras, solemnes y eternas, que, si están en la calle, abundan sobre todo en Italia: […] admirándome de que, en efecto, en la populosa calle, a menudo húmeda de lluvia, y que se ponía preciosa, como lo es a veces la calle en las viejas ciudades de Italia, la duquesa de Guermantes mezclase a la vida pública momentos de su vida secreta, mostrándose así a cada uno, misteriosa, codeada por todos, con la espléndida gratitud de las grandes obras maestras.

La definición del impresionismo, implícita en un instante de amor, con la jocosa referencia a Pigalle y las actividades de Raquel: Las perlas admirables de Raquel hicieron saber de nuevo a Roberto que era una mujer de gran mérito; la acarició, la hizo volver a entrar en su corazón, donde la contempló, entrañada, como había hecho siempre hasta aquí –salvo en lo que duró el breve instante en que la había visto en una plaza Pigalle de pintor impresionista-, y el tren arrancó.

La definitiva visión del tema artístico en múltiples sentidos: no sólo arremete con la crítica artística sino que la compara con… bueno, véanlo ustedes, y recuerden que a Marcel le rechazaron los primeros volúmenes de la recherche: Pero había otra causa que, conociendo yo como conocía en esa época más libros que gente, y mejor la literatura que el mundo- me expliqué pensando que la duquesa, como vivía esa vida mundana cuya ociosidad y esterilidad son respecto de una actividad social auténtica lo que es en arte la crítica respecto de la creación, extendía a las personas que la rodeaban la inestabilidad de puntos de vista, la sed malsana del razonador que, por refrigerar su espíritu excesivamente seco, va a buscar cualquier paradoja que conserve todavía cierta frescura.

En verdad les digo, queridas Madames, que este libro es una joya pura.

Suya,
Madame de Borge

lunes, 23 de mayo de 2011

¡Eso no lo tolero yo en mi casa!


Queridas Madames,

Todas coincidiremos en que los sucedidos de la memoria, el olvido y el recuerdo, y la melancolía –no exenta en ocasiones de fascinación- por el paso del tiempo es uno de los ejes que articula la recherche. El mundo de Guermantes, parte central del conjunto de la historia, no podía obviarlos. Impregnan todos los demás temas de la novela. Como ejemplo, este párrafo que relaciona -con maestría- la decepción social que la aristocracia le supone con una pasión por el conocimiento que puede perderse sin obviar la comparación entre una clase anacrónica y el polvo del pasado: […] las charlas con la duquesa se asemejaban a los conocimientos que adquiere uno en la biblioteca de algún castillo, anticuada, incompleta, incapaz para formar una inteligencia, desprovista de casi todo aquello que es de nuestro gusto, pero que a veces nos ofrece algún informe curioso, la cita de una hermosa página que no conocíamos, inclusive, y que más tarde nos hace felices recordar que debemos el conocerla a una magnífica mansión señorial. Entonces, por haber encontrado el prefacio de Balzac a La Cartuja, o unas cartas inéditas de Joubert, nos sentimos tentados a exagerarnos a nosotros mismos el valor de la vida que en esa mansión hemos vivido y cuya estéril frivolidad, merced a esa ganga de una tarde, hemos olvidado. Si quisiera hilar más fino, les diría que entre esto y eso de ‘en Internet se pierde mucho tiempo pero hay cosas de interés’ el paso es corto. Dicho de otro modo, la relación entre el hombre curioso y el conocimiento no ha cambiado, y lo perseguirá aunque para ello deba relacionarse con seres anodinos en lugares aburridos.

Para obtener la relación perfecta, el recuerdo debe encajar bien con la realidad que se busca, pues el tiempo perdido es tan importante como el presente, y cada uno echa su sombra sobre el otro. El pasado puede incluso cambiar si en nuestro recuerdo el presente lo ha modificado: Así y todo, al cabo de unos días en que el recuerdo de las dos muchachitas luchó con varia suerte por el dominio de mis ideas amorosas con el de la señora de Guermantes, fue éste, como por sí mismo, el que acabó por renacer más a menudo, mientras que sus competidores se eliminaban por sí solos; sobre él fue sobre quien acabé por haber transferido, voluntariamente aún, en suma, y como por elección y por gusto, todos mis pensamientos de amor. Dicho de otro modo, se impone escoger la muchacha a la que cortejar porque su recuerdo es más sólido: no podemos escoger sin la memoria.

Y a esa perfección no es inmune el lugar, el lugar que pudiera ser evocado por un nombre (Combray, Balbec, Bois de Bologne), y sin el cual nada es lo mismo: Poseer a la señora de Stermaria en la isla del Bosque de Bolonia, donde la había invitado a cenar, era el placer que me imaginaba a cada minuto. Este placer hubiera quedado naturalmente destruido si yo hubiese cenado en esa isla sin la señora de Stermaria; pero quizá también harto disminuido, de cenar, aún con ella, en otro sitio. Sabemos que tanta exigencia en el arte del amor a las mujeres revelaba algo más, pero a eso ya llegaremos.

Les dejo con otra pizca de humor bartualiano, en este caso de rabiosa ‘actualidad electoral’ (por casualidad), y en la que también juegan la memoria y la ignorancia de la aristocracia: […] la duquesa viuda de Gallardon (…) que, como no se hubiese visto honrada en cinco años con una sola visita de Oriana, respondió a uno que le preguntaba la razón de su ausencia: ‘Parece que recita cosas de Aristóteles (quería decir Aristófanes) en las reuniones. ¡Y eso no lo tolero yo en mi casa!’

Suya,
Madame de Borge

martes, 17 de mayo de 2011

Las manos de la plebe


Queridas Madames,

¿Pero acaso Marcel, con sus decepciones en la burguesía y la aristocracia, ama a la plebe? Parece que no, que a pesar de haber política en su libro no abraza (ni menciona) las ideas socialistas que se expandían al tiempo que él escribía. Se diría que ni los considera, pues aparecen sólo por contraste, reflejo de un prejuicio de clase: Porque desde el momento en que uno está enamorado, todos los pequeños privilegios desconocidos que posee quisiera poder divulgarlos ante la mujer a quien ama, como hacen en la vida los desheredados y los importunos. Tal vez desheredado aquí no quiera decir pobre, sino simplemente se diga en referencia al término de las Bienaventuranzas y pueda significar ‘judío’, dado el peso del caso Dreyfuss en El mundo de Guermantes. Incluso si es así, resulta necesario rascar mucho para ver si Marcel tiene en efecto ojos para las clases bajas más allá de los sirvientes del Hotel Guermantes, cuyo universo apenas refleja ni por el cual siente fascinación alguna. Aunque mi impresión es que para lo que interesa a Marcel, por diferentes que sean la educación o la clase, da un tanto igual. Si hay desprecio es por falta de conocimiento, de aprecio. Y para él resulta más fundamental el individuo: no ya la ironía en la descripción de las pasiones iguala a los hombres, sino que esa ironía dibuja los atributos que a juicio de los aristócratas le quedan a la burguesía: […] me abrí camino hasta la salita en que estaba la mesa de Saint-Loup. En ella encontré a algunos de sus amigos que almorzaban siempre con él, nobles, salvo uno o dos plebeyos en quienes los nobles, sin embargo, desde el colegio, habían venteado amigos y a los que se habían unido gustosos, probando así que no eran, en principio, hostiles a los burgueses, aun cuando fueran republicanos, con tal que tuviesen las manos limpias y fuesen a misa.

El juicio final es en cualquier caso demoledor. Tras porfiar lo infinito por ser admitido en el salón de los Guermantes, Marcel se pregunta: ¿Eran verdaderamente por unas cenas como ésta por lo que todas estas personas se ponían de tiros largos y se negaban a dejar penetrar a las burguesas en sus salones tan cerrados, para unas cenas como ésta? ¿Hubiera sido por este estilo caso de estar yo ausente? Por un instante tuve la sospecha de ello, pero era demasiado absurda. El simple sentido común me permitía descartarla. Y además, si le hubiese dado acogida, ¿qué hubiera quedado del nombre de Guermantes, tan desvaído ya desde Combray? El terrible juicio, al que Marcel llega por decepción, le había sido adelantado por el señor de Legandrin, ese cascarrabias (y tal vez hipócrita) social al que encuentra inesperadamente en el salón de Madame de Villeparisis: ¡Cuánta culpa ha tenido el Terror en no cortarles el pescuezo a todos ellos! No son más que unos siniestros juerguistas, cuando no simplemente unos tétricos idiotas.

Se avanza el camino hacia la soledad del artista, hacia la misantropía intelectual, pero también al ansia por conocer la verdad que tiene el diferente, el raro, el que ha de quedarse solo. Todo ello a construir en las siguientes líneas básicas de este libro magnífico.

Les dejo con humor social y de costumbres, con la plebe que no distingue entre cisnes:

Mientras esperaba a Saint-Loup, pedí al dueño del restaurante que hiciera que me trajesen pan. ‘Ahora mismo, señor barón’. ‘No soy barón’, le contesté. ‘Oh, perdón, señor conde’. No tuve tiempo de hacer oír una segunda protesta, después de la cual seguramente me hubiera convertido en ‘señor marqués’

miércoles, 11 de mayo de 2011

Ser gran señora


Queridas Madames,

No sé por qué jardines andan ustedes, pero al no haber comenzado aún la lectura de El mundo de Guermantes aún no conocen la felicidad que da saber que te has comido el mejor postre de la mesa. Tanto es así que me ha dado un ataque de hermenéutica furibunda, he bajado las persianas, corrido las cortinas, despedido al chófer, metido en la cama y me he puesto a revelar al mundo los secretos del volumen. Hoy, el primero, eso de las clases sociales y tal.

Obvio es que el análisis de las clases sociales, las diferencias entre ellas, sus costumbres y su moralidad en cuanto grupo forman una de las columnas estructurales de la recherche. A la sombra de las muchachas en flor presentaba el mundo burgués de los Swann. El saloncito de Odette, que conservaba su matiz casquivano de juventud, desilusiona a Marcel por su falta de ingenio y su vulgaridad; el chico no encuentra acomodo y, aunque no sea por ello, parece una consecuencia que su líbido por Gilberta Swann se desvanece. Tampoco contribuye a ello el misterioso Swann, elegante pero esquivo, inteligente pero permanentemente aturdido, tan fascinante como lejano, cuyos universos variados permanecían entonces aún oscuros para Marcel y sus lectores más allá de su pagafantismo.

En El mundo de Guermantes, Marcel busca la aristocracia. Bueno, esta más bien se le aparece. Empieza enamorándose visualmente de los vestidos y el porte de la duquesa de Guermantes, con la que practica descaradamente un acoso patético durante cien páginas. Atención al análisis de la fascinación que mujer, clase y ornamentos le suponen: […]; y por la mañana, en el momento en que iba a salir a pie, como si la opinión de los transeúntes cuya vulgaridad hacía resaltar paseando familiarmente por entre ellos su vida inaccesible pudiera ser para ella un tribunal, podía yo distinguirla ante su espejo desempeñando con una convicción exenta de desdoblamiento y de ironía, con pasión, con malhumor, con amor propio, como una reina que ha aceptado hacer de criada en una comedia de corte, el papel, tan inferior a ella, de mujer elegante; y en el olvido mitológico de su grandeza miraba si su velillo estaba bien estirado, se aplastaba las mangas, se ajustaba la capa, como el cisne divino hace todos los movimientos de su especie animal, conserva sus ojos pintados a ambos lados del pico, y se lanza de pronto sobre un botón o un paraguas, como cisne, sin acordarse de que es un Dios.

Este párrafo enlaza con una de las filias preferidas de Marcel, la explicación del mundo mediante referentes artísticos (que dicho de otro modo, bien puede significar que la vida imita al arte, o bien que todo lo social es teatro…). Pero a eso ya llegaremos. La tan atractiva clase aristocrática, en la que el espejo masculino es Roberto de Saint-Loup –un Guermantes ‘distinto’ porque así lo desea Marcel-, también tiene sus divisiones. En los volúmenes anteriores, Marcel muestra que aunque a fin de cuentas él procede de familia burguesa, no por ello se siente vinculado socialmente a gente como los Verdurin o los Swann aún a pesar de también buscar su aprobación. Pero las tensiones de la aristocracia existen, aunque sus detalles se nos escapen si no se tiene un fuerte referente histórico francés: […] pude discernir fácilmente hasta en las maneras y en la elegancia de cada uno de ellos la diferencia que había entre ambas aristocracias: la antigua nobleza y la del Imperio.

No se olvida Marcel del fino humor de contraste social. Al humor de Guermantes me permitiré definirlo como ‘humor bartualiano’, si al poseedor de este apellido no le importa. Este chiste termina esta entrada incompleta de hoy, que obviamente continuará:

Ser gran señora es jugar a la gran señora; es decir, por una parte jugar a la sencillez. Es un juego que sale extremadamente caro, tanto más cuanto que la sencillez no encanta sino a condición de que los demás sepan que podríais no ser sencillos; es decir, que sois riquísimos.

Suya,
Madame de Borge