domingo, 9 de diciembre de 2012

Los lectores


Mas, volviendo a mí mismo, yo pensaba más modestamente en mi libro, y aún sería inexacto decir que pensaba en quienes lo leyeran, en mis lectores. Pues, a mi juicio, no serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual les daba yo el medio de leer en sí mismos, de suerte que no les pediría que me alabaran o me denigraran, sino sólo que me dijeran si es efectivamente esto, si las palabras que leen en ellos mismos son realmente las que yo he escrito (pues, por lo demás, las posibles divergencias a este respecto no siempre se debían a que yo me hubiera equivocado, sino a que a veces los ojos del lector no fueran los ojos que convienen a mi libro para leer bien en sí mismo).

Querida Madame Proust y Queridas Madames,

Ha sido un placer compartir con ustedes estos treinta meses de lectura de En busca del tiempo perdido. Con esta bonita mención tan particular del muchacho autor a sus lectores, queda cerrada esta aventura y se deshace el bonito salón de té en que hemos compartido libros, pastís y encaje. No cerramos del todo el panel de anuncios, pues cualquier mención de fuste sobre Marcel que en nuestras manos caiga podrá tener cabida en este lugar. Pero el tiempo, por lo demás, ha sido encontrado y Madame Proust, por fin, sube cada noche a besar la mejilla de su hijo antes de que se duerma.

Suya,
Madame de Borge



domingo, 2 de diciembre de 2012

Epifanía


Queridas Madames,

Llega un momento en la vida de todo muchacho en que recapacita sobre sus cosas y decide qué hacer con su vida. Incluso en el querido diletante que es Marcel  ha llegado el día de ponerse a la acción, aunque sea ya en la edad madura (espero que ustedes no caigan en este error pequeñoburgués, queridas). Su difícil decisión es escribir el libro de su vida, plasmar los seis volúmenes anteriores en una obra literaria, y así recuperar el tiempo que se le escapa. Para ello recuperará en su memoria todos los rostros que han desaparecido bien porque han muerto, bien porque el tiempo ha borrado sus gestos y matices. Y se encerrará y no verá a nadie hasta que termine su opus...

A Marcel la decisión le llega en un momento de revelación. Asiste a la última fiesta de La Recherche, se ha cruzado con un impedido Monsieur de Charlus en los Campos Elíseos, y antes de entrar al salón de los Guermantes (donde las viudedades y los matrimonios han dado lugar a sorprendentes anfitriones y relaciones familiares) debe quedarse en un saloncito a que termine la pieza musical que suena. Una vida evocada se cruza ante él. Pero, a diferencia de Gretta Conroy (a la que ustedes recordarán con el rostro de Anjelica Huston en Dublineses, la adaptación del relato Los muertos de James Joyce), Marcel no siente el vacío de una vida inútil que le lleve a la desesperación, sino, como mucho, el terror a no poder completar la obra que se ha encomendado.

En efecto, el capítulo, además de mostrar una epifanía obviamente cultural, es metaliterario al reflexionar sobre la propia obra y su relación con la vida. No es de extrañar el éxito del último volumen entre literatos (esa gente tan pesada), dada la profusión de citas sobre el arte de la literatura. Da fin a la vida de Marcel, pues se retira del mundo para encerrarse sólo con las letras, y lo hace consciente. Dice que su novela no será nunca una novela en clave, pero cabe pensar que nos miente. Este libro inmenso, escrito por un judío homosexual que es el principal protagonista de la historia en la que se presenta como cristiano y heterosexual, no tiene personajes presuntamente reales como clave, sino situaciones y episodios completamente clave de manera directa.

Yo había llegado, pues, a la conclusión de que no somos en modo alguno libres ante la obra de arte, de que no la hacemos a nuestra guisa, sino que, preexistente en nosotros, tenemos que descubrirla, a la vez porque es necesaria y oculta, y como lo haríamos tratándose de una ley de la naturaleza.

Suya,
Madame de Borge