No es desde abajo, en
el tumulto de la calle y el barullo de las casas vecinas, sino alejándose,
cuando, desde las laderas de una colina cercana, a una distancia en la que toda
la población ha desaparecido o ya no forma más que un amasijo confuso a ras de
tierra, se puede, en el recogimiento de la soledad y de la noche, apreciar,
única, persistente y pura, la altura de una catedral.
Queridas Madames,
Hoy quiero subrayarles la aparición de esta apenas inocente
frase de Marcel en su desvarío tras la escapada de Albertina. Al hablar de cómo
comprender el amor, de cómo entender las cimas a las que nos hace llegar, de
cómo apreciar los momentos imborrables que nos ha dejado pero que una vez
vividos parecemos despreciar salvo cuando sabemos que no se repetirán, evoca de
repente sus sentimientos a la hora de conocer el arte completo de una catedral.
Recordarán ustedes ya a pesar de su edad (no les cuento la
que tendrán cuando sean capaces de terminar las siete novelas) lo que nos gustó
en Por el camino de Swann la pequeña
cascada de sensaciones de Marcel dentro de la catedral de Combray, que ocupaba
varias decenas de páginas. Marcel descubría el edificio, las vidrieras, las
pinturas, las bóvedas, y se embriagaba, en una época en la que aún le mareaba
sólo el pensar en viajar a Venecia. Ahora vuelve, repentina y esquiva, una
catedral vista de lejos, que nos permite comprender el conjunto de la misma,
mirarla con serenidad en la noche, comprender el conjunto de su belleza. Así
como en el amor, desde dentro no es posible.
Y, de repente, el
tiempo se va entendiendo.
Suya,
Madame de Borge
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